Por Pablo Vicente
En un mundo rápido y competitivo, muchas personas tienden a pensar que
la clave para sobrevivir está en buscar sólo su beneficio
personal, sin importar lo que ocurre con los demás. A esto se le llama
individualismo.
Piensan solo en sí mismos y efectúan cada acción evaluando su propia
conveniencia. Estas personas, al no dar ayuda, no la reciben. El individualismo
exagerado conduce a la insensibilidad, a la ausencia de grandeza humana, y
resta méritos y alegría a cualquier logro por grande que sea, pues no hay con
quien compartirlo.
Frente a este panorama es necesaria la globalización de la solidaridad,
como plantea el papa Francisco. Esta nos obliga a ir más allá de nosotros
mismos, de nuestros intereses personales o necesidades particulares. Este valor
nos invita a preocuparnos por otras personas. Existen individuos o grupos a los
que podemos ayudar: gente que sufre hambre o pobreza extrema, que vive las
consecuencias de un desastre natural, que padece alguna enfermedad; personas
discriminadas, marginadas, que necesitan la mano amiga o una palabra de aliento
y esperanza.
Pero reconocer esto no basta; para que la solidaridad esté completa no
es suficiente con darse cuenta de que podemos brindar ayuda y apoyo, sino que
hay que hacerlo; es decir, se trata de reconocer las necesidades de los demás y
actuar en consecuencia y contribuir a que se pueda cambiar esa realidad.
Es tan grande el poder de la solidaridad que cuando la ponemos en
práctica nos hacemos inmensamente fuertes y podemos asumir sin temor alguno los
más grandes desafíos, al tiempo que resistimos con firmeza los embates de la
adversidad.
El que se niega a colaborar de manera entusiasta y desinteresada con
quienes lo rodean, para el logro de un objetivo común, renuncia a la
posibilidad de unirse a algo mucho más grande y más fuerte que él mismo. Como
dice un adagio, en la unidad está la fuerza. Solamente podemos ser felices
cuando somos útiles. Por eso es necesario contribuir a cambiar la realidad en
que vivimos.
Me llega a la mente una señora del barrio en el que nací. Ella es de
piel morena, de estatura promedio, pelo corto canoso por los largos años de
vida, rostro un tanto arrugado por el pasar de los años, complexión lánguida y
mirada serena, de voz fuerte y enronquecida por los años y la penuria, de manos
maltratadas y callosas por el trabajo indigno, los pies casi siempre descalzos
o con una chancleta que no aguanta más arreglos, el vestido gastado y con
algunos remiendos. Su paso, cada vez más lento, requiere la ayuda de un palo de
escoba que se ha convertido en su bastón.
Sin lugar a duda, es solo una cruda muestra de la desigualdad social en
que vivimos muchos países de Latinoamérica. A esa señora le cayeron los años
sin techo, sin alimento, sin salud, sin nada de dónde agarrarse, como se dice
popularmente. A sus años es un desafío diario conseguir el café en las mañanas.
Comer el pan y el arroz de las doce nunca está seguro para ella. Aunque siempre
vive enferma, con una tos eterna, le es obligatorio salir a buscar el pan hasta
el día en que la cruda muerte toque a su puerta y le robe el aliento.
Para ella no hay Navidad en familia, nadie la incluye en su lista de
regalos, en su mesa no hay finos vinos y suculentos manjares, no participa en
las conferencias que se realizan en los grandes hoteles donde se discute sobre
pobreza. De seguro, ocasionalmente recibe una cena de algún vecino solidario en
un plato desechable y ella lo acepta con una gran sonrisa en sus labios, y
devuelve el deseo de miles de bendiciones que, en realidad, necesita más que
nadie. Posiblemente hasta baile bachata, de esa que ponen a alto volumen en el
colmado de la esquina.
Estoy seguro de que cuando fallezca no repicarán las campanas por ella.
No habrá panegírico ni bandera a media asta; ningún edificio o carretera
llevará su nombre. El presidente no hablará de ella, ni los senadores ni
diputados. Ningún proyecto de ley se conocerá para erradicar el hambre en su
honor. Nadie predicará a la sociedad combatir el flagelo de la pobreza que le
robó la sonrisa y las fuerzas a esta vieja mujer, condenada a vivir sin tiempo
para reír.
Pensemos en los millones de personas que como ella viven un presente
precario y un futuro incierto. Es necesario que aportemos desde los diferentes
ámbitos en que laboramos para construir un mundo como lo merece la gente buena
por la cual trabajamos y luchamos. Un mundo de más iguales y menos
desigualdades.
Para eso tenemos que sumar voluntades, sumar voces, sumar sentimientos
de cambio. Sumar para multiplicar la vida, el trabajo, el alimento, la salud,
la educación y la dignidad de las personas. Muchos grupos sociales luchan por
un mundo más solidario y más humano y con menos desigualdad.
Desarrollemos en cada uno de nosotros ese sentimiento de solidaridad por
lo más necesitados. De esa manera contribuiremos a construir un mundo en el que
nos sintamos orgullosos de vivir, de cantar, de reír.
Pablo Vicente es dominicano. Abogado. Gestor social. Presidente de la
Fundación Justicia y Desarrollo Local (FUJUDEL) y de la Red Latinoamericana
para el Desarrollo Democrático (REDLADD) fujudel@gmail.com @pablo_vicente.
Comentarios
Publicar un comentario